Orgullos no permitidos
Al visitar la casa de mi madre cada fin de semana, en el momento que puedo me meto en el despacho de mi padre casi como un ritual. Abro cajones que he abierto cien veces desde que él se marchó, lo mismo con archivadores o viejas carpetas con fotografías y artículos, con la ilusión de encontrar algo nuevo y sentirle cerca. Esta vez no estaba en su esquina de siempre una gata que rescaté de la calle hace más de quince años. El miedo que pasaría aquellos días a la intemperie le atormentaría el resto de su vida, volviéndose arisca y huraña. Falleció hace unas semanas y ahora que no está puedo acceder a la parte baja de la estantería sin temer sus bufidos. Así, he podido dar con una carpeta cuyo interior me ha reconciliado con un sentimiento un tanto extraño y recurrente.


Recuerdo una de las primeras veces que un ciclista me felicitó por la entrevista que le había hecho. Sentí una gran satisfacción, lo reconozco, para a continuación torturarme con la dichosa la frase.
Algunos de los que me leéis sabréis que mi padre ha sido mi gran maestro en el periodismo. Un periodista de raza, riguroso y responsable, gran entrevistador, excelente escritor y entregado a la profesión. Una de las citas que abre su libro de entrevistas “16 personajes palmo a palmo” me ha perseguido desde la primera vez que la leí: “Escribí una vez un trabajo que gustó al entrevistado. No sé dónde metí la pata aquella vez”. La firma Ivan Rowan. Recuerdo una de las primeras veces que un ciclista me felicitó por la entrevista que le había hecho. Sentí una gran satisfacción, lo reconozco, para a continuación torturarme con la dichosa la frase. Ya sabéis aquello de que “la labor del periodista es incomodar” y no parecía que yo lo estuviese haciendo.
Yo no creo que incomode. Por lo que me cuentan, hago sentir bien al entrevistado y en ese espacio de confianza y calma, hablamos.
En los últimos años he podido trazar un perfil de mi “yo” como periodista -que quizás desde fuera era ya evidente- para así reconciliarme con ese “sentir menos”, un cierto síndrome de la impostora, y abrazar mi estilo propio. Yo no creo que incomode. Por lo que me cuentan, hago sentir bien al entrevistado y en ese espacio de confianza y calma, hablamos. Tocan preguntas difíciles que con respeto y empatía, obtienen respuesta.


Ironías del destino, tras esta reflexión y aceptación a la que he tenido que llegar sola sin la suerte de guía que era mi padre, descubro la carpeta del rincón que defendía a uñas y bufidos la gata. Allí se escondía cierto orgullo y placer no permitido en la forma de un sinfín de cartas de célebres personajes entrevistados por mi padre dándole las gracias por la entrevista y posterior artículo. Desde Miguel Delibes, a escultores y pintores, la viuda de Miguel Hernández, Josefina Manresa, y tantos otros. Yo también sentí enorme orgullo al leerles. Su agradecimiento no es el calibre del buen periodismo de mi padre, pero manifiesta su empatía, sensibilidad, tolerancia y su arte para la conversación.
Esta semana he recibido un comentario en una conversación sobre mis reportajes de Bajo el maillot que decía: “Tu contenido es de verdad”, como la confirmación que necesitaba de que el mensaje que quiero hacer llegar, llega y el camino por el que voy, es. Y este lo voy a archivar en esa carpeta intangible, de frases lanzadas al aire o mensajes de WhatsApp, que como la de mi padre, protegeré con uñas y bufidos en un rincón, en la esquina de abajo de mis orgullos no permitidos.
